LETRAS
Una Voz que no cesa
Por: Carlos Batalla
César Calvo. Hace diez años, el 18 de agosto del año 2000, murió César Calvo. Tenía 60 años y un largo camino recorrido.
A propósito, se ha reeditado uno de sus mejores libros “Pedestal para nadie”, presentado el miércoles pasado en la Casona de San Marcos.
Un motivo más para volver los ojos a la obra de este poeta esencial.
Los años añejan la buena poesía. Por eso, leer a César Calvo (Iquitos, 1940 – Lima 2000) se torna hoy imprescindible, pues en su obra se registran no solo diversas fuentes –desde las clásicas de la poesía castellana, hasta las que revaloran la tradición popular–, sino también distintas “temperaturas” de su personalidad literaria.
Poeta emblemático
Pertenecía a la generación del 60, pero sus relaciones poéticas lo vinculaban con la generación del 50. Deslumbrado por la fuerza terráquea del poeta-guía Alejandro Romualdo, escribió los primeros versos de “Poemas bajo tierra” (1961). Este libro revelaba a un creador de sólida formación clásica, con un vuelo lírico muy particular. Su poesía era entonces como una joya en bruto, cuyos primeros destellos animaron a los poetas mayores y críticos de ese momento.
Con este poemario obtuvo el Premio El Poeta Joven del Perú, que compartió con “El viaje” de su amigo Javier Heraud. Desde entonces su estirpe de poeta quedaría marcada por siempre, hiciese lo que hiciese.
Encontrar una voz propia le costó altibajos en “Ausencias y retardos” (1963), donde, sin embargo, nos legó un gran poema, ‘Nocturno de Vermont’: “Me han contado que también allá las noches / tienen ojos azules / y lavan sus cabellos en ginebra / ¿es cierto que allá en Vermont, cuando sueñas, / el silencio es un viento de jazz sobre la hierba?[…]”.
Pero su senda estaba marcada: Calvo maduraría con palabras más íntimas, precisas y envueltas en una poética afinada con el tiempo. Sus poemas de finales de los 60 e inicios de los 70, marcarían su obra posterior.
Madurez es calidad
“El cetro de los jóvenes” (1967) puede leerse como un libro y testimonio de un infructuoso espíritu revolucionario. Ese mismo año, sin embargo, publicó un experimento que hizo con Javier Heraud, “Ensayo a dos voces”, en donde solo pudo escribir un solo poema al lado del malogrado vate. Años después aparecería “Pedestal para nadie” (1975), sólido poemario, de clara madurez; una especie de obra completa a medio camino, que incluía un prólogo de Alberto Escobar y una conferencia que Calvo dio el año anterior en el INC de Lima.
Con esta entrega consolidó una voz poética de gran precisión métrica y rítmica, enfrentada con pericia a sus propias obsesiones poéticas, como los recodos de la infancia y el contacto con la naturaleza, una especie de “vientre simbólico” que lo atraía con inusual fuerza.
La Maestría de Calvo quedó resumida en el poemario “Para Elsa, poco antes de partir”, una composición fechada en 1971.
“Porque vivo hace siglos en el aire / como un trapecio vacío / yendo y viniendo / de lo que he sido a lo que no seré”. Resignación. Incertidumbre. Lucidez, en una fulminante combinación.
“Porque escribo estas líneas […]/ con el rostro vuelto a una feroz desolación / culpándome”.
Calvo aprendió a andar por el mundo cargando su propia culpa, o lo que creyó que era su culpa. Y dejó que la esencia poética lo invadiera. He allí su secreto. “El poema no es el reflejo de la vida. El poema es la vida”, exclamaba por esos días.
Era una certeza de vieja raíz romántica, un fondo de creación que aguardaba pacientemente los tiempos de luz “como las vendimias”, y los tiempos de sombras “como la sed de llorar de los hombres”.
El Mundo Amazónico
La década del 80 empezó para Calvo de una forma radical. Rompió las buenas maneras académicas, los moldes occidentales, sorprendiendo con un libro de una prosa poética muy seductora. El título era “Las tres mitades de Ino Moxo y otros brujos de la Amazonía” (1981), que revelaba con inspirada maestría los mitos y las leyendas de procedencia amazónica, un sustrato de espiritualidad que Calvo vivió con auténtico entusiasmo.
Con esta novela poética había logrado ser finalista del Premio Planeta en 1979. Calvo estaba interesado sinceramente por la selva peruana, donde había pasado los primeros años de su infancia. Deseaba su progreso en lo cultural, por ello aceptó el cargo de director del INC-Iquitos en 1975, pero también buscaba su desarrollo ecológico al ser director de la Fundación Pro Selva.
Un Lírico de vida intensa
Tras realizar obras musicales al lado de Carlos Hayre, grabar su voz para un disco LP con la poesía de Vallejo, y promocionar al conjunto Perú Negro, Calvo insistía en la poesía. Llegó entonces “Como tatuajes en la piel de un río” (1985). El nuevo libro reafirmó su virtuosismo verbal, pero añadió un verso libre de aplicado rigor poético, y sus licencias fueron asimilaciones de la gran tradición literaria en lengua castellana. Entre sus últimas obras, destacan los tres tomos de “Edipo entre los incas” (2001), publicado póstumamente por el Congreso de la República.
Han pasado diez años de su muerte, y su obra total parece seguir creciendo. Porque la poesía de calidad es como los buenos vinos, son mejores cuando más años pasan guardados en la memoria de sus agradecidos lectores.
Ronda callada
Los niños en el Cusco juegan descalzos
Sobre una ronda de botellas rotas,
Y crecen como escombros en los escombros,
Y son hermosos, ríen, piden limosna.
Yo me encontré con uno
Frente a la plaza
Y fue como encontrarme
Mi propia infancia.
Los niños del Cusco cubren mi sombra
Y cuando llueve ni la Luz me moja.
Los niños en el Cusco son la ventana
Por donde entra cantando la mañana.
Yo me encontré con uno
Frente a mi alma,
Y se olvidó sus ojos
Entre mis lágrimas…
De “Puerta de viaje” (1989)
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Edita Dr Guillermo Calvo Soriano
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