Por Paco Bardales
Diario de IQT (El año del resplandor)
César Calvo Soriano nació en 1940, en Lima, “entre formidables muchachos, gente hermosa, canillitas de mi edad y de mi pobreza, y otros amigos que me observan desde aquel entonces, parados en su orgulloso asombro”. Ese hombre nacido en la Capital de los Reyes (y pronto de los Quispe, pero aún no de
los Aricari), siempre dijo que había nacido en Iquitos. Siempre había dicho que su lugar de origen
tanto tiempo expresado era la Selva. Que su patria era la Amazonía. Su padre era pintor, se llamaba César y se apellidaba Calvo de Araujo. Era uno de los artistas plásticos más importantes de estos fastos, pero también, aparte de padre, era “su hermano”. Amaba la cocina, la cama y el escritorio. Amaba el Perú como amaba a cada mujer que había amado, aunque sea un instante, nunca en su totalidad. Calvo vivía en todas partes. Su primera infancia la pasó en la zona fronteriza con Brasil. Hizo de Magdalena su logar de mataperradas escolares. Dormía en cada lugar donde le sorprendía la noche o el deseo, pero volvía siempre a un departamentito pequeño que rentaba su hermano en el jirón Carabaya. Era fan de la música, de la declamación, hizo periodismo, coqueteó con el cine e hizo amante a la televisión. Hizo canciones para Chabuca Granda y fue militante de la izquierda revolucionaria. Pero, ante todo, César Calvo fue Poeta. Uno de los más grandes y memorables que haya parido este país de desconcertantes gentes y libros que se apolillan en los anaqueles.
El vate pensaba que no escribía solo para demostrar que la poesía no era privilegio de los poetas.
Lo pensaba porque sabía que en el fondo no le interesaban los beneficios a largo plazo del oficio,
las mieles burocráticas de la pasión. Calvo sabía que lo suyo era crear belleza con cada palabra que salía de su boca y se plasmaba en un papel. Escribió su primer poemario a los 18 años y a los 26 ya había publicado El Cetro de los Jóvenes, Colección Premio de la Casa de las Américas, en 1966. También existirían Poema a dos voces (escrito conjuntamente con Javier Heráud), Ausencias y Retardos, Como Tatuajes en la piel de un Río, y, claro está, Pedestal para nadie. También el Premio Poeta Joven del Perú, el Premio Nacional de Fomento de la Cultura, el Premio Nacional de Poesía.
Aquél hombre que parecía sonero y amaba como cosaco, aquel poeta estruendoso e imparable, era el mismo que, a los 12 años, avergonzado y solo, contemplando un paisaje de techos ruinosos, escribió a su abuelo una larga carta pidiéndole que no envejezca. Aquel letrista implacable, aquella fuerza natural que creaba poesía como quien vivía a plena luz (y entre sombras), estaba destinado no solo a ser leído. Calvo estaba destinado a ser escuchado. A sentir sus versos como pequeñas historias que se cantaban, que se inundaban de melodía. Como dice Hildebrandt, la de Calvo era poesía galopando
en endecasílabos, poesía en combate de armonías y, como toda verdadera poesía, no abría ninguna puerta ni disimulaba ningún concepto. De ahí que lo hayan cantado e interpretado notables como Pelo Madueño, Raúl Vásquez, Susana Baca, Cecilia Barraza, Miki Gonzáles, Rafo Díaz, Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Mercedes Sosa, David Byrne y tantos más.
Calvo Soriano era una fuerza de la naturaleza que esperaba cada mañana como si fuera la última. Cada libro, cada poema, cada verso, obedecía a sus propias, intransferibles leyes, tenía su tiempo de luz y su sed de llorar. El poema para Calvo no era el reflejo de la vida. Era la vida. Y en ella, también
se reflejaban las dos mitades de su vida, como anotó alguna vez Arturo Corcuera: el de los instantes diáfanos y efusivos, estruendoso, talento y fantasía; y el tocado por la soledad y el dolor, por los presagios y la noche negra, quebrantadamente triste y desvalido.
Ese hombre, repito, universal y cosmopolita, contradictorio y seductor, cautivador de serpientes y multitudes, era amazónico por decisión, por herencia, por justicia, por amor. Ese amor se desentrañaba en un poema-canción llamado Amazonas (Hace miles de lunas/Cuando el mundo era sombra/ Antes que Dios naciera/ Cuando el mundo era sombra/Cayó un rayo del cielo/Sobre un palo de rosa). Ese amor se expresaba en una oda a Sinarahua, que era un canto premonitorio sobre la ausencia (Ah Sinarahua cuya sangre/ a tientas / corre sin alcanzarlo por la hierba. / Sobre el viento tendido, /ya de musgo / abierto el corazón, de huir / los ojos, / ah Sinarahua, entre nosotros, solo). Ese amor se podría representar en todo lo que Calvo sentía por Iquitos, por su gente, por su espacio, en un fragmento de un carta fechada en 1962 (Nunca creí poder amar a esta ciudad. Ahora la siento entrar y salir por mi sangre como un “veneno imprescindible”. Su lluvia, indecisa, mediocre, que tanto he despreciado, me parece ahora la caricia más tierna: como si estuviera tu piel en el aire). Ese amor se reitera en su belleza y su lado femenino (Dicen que en la Amazonía el primer hombre no fue hombre, sino mujer).
Ese hombre, repito, que murió en agosto del 2000, con una septicemia que lo había dejado sordo previamente, que se había ensañado con su cuerpo otrora vital y poderoso, que había transformado su grandeza y gorjeos de dolor y afección, ese hombre probablemente haya escrito el libro más importante de y sobre la Amazonía peruana, Las tres mitades de Ino Moxo: grandilocuente, extraño, poderoso, apasionado, poético, narrativo en extremo, místico, cotidiano, voraz, inabarcable, una suerte de novela-río escrita con aire de verso y corazón de poeta. Un libro de 1981, que no se ha vuelto a reeditar, que contiene todo lo que quisiéramos y no quisiéramos descubrir, pero nos envuelve, nos expresa, nos abarca. Un tratado sobre nosotros mismos, donde encontramos lecciones de vida como ésta:
“Hay cosas que merecemos conocer y que debemos ignorar. Todo es merecimiento.
Cada dolencia, cada enfermedad, viene al mundo tras de su remedio. Hay cuerpos que merecen ser uno con sus propias almas, limpios hasta que ni se notan sus junturas y hay otras que merecen el desequilibrio constante, siempre huérfanos de algo, metidos en sí mismos, como una cueva dentro de otra cueva. Como ciegos que además de ciegos fueran tuertos. Incapaces de darle nada al mundo, sin jamás comprender, que las almas se alimentan de ofrendas, y que son mas conforme mas entregas, y conforme mas das, tu posees mas…”
Ese hombre, que murió, repito, sordo, sufriendo, en la pobreza, fue el gran vate cantor del Amazonas.
Las Tres mitades de Ino Moxo no ha vuelto a ser conocido por los loretanos, por los peruanos, por las nuevas generaciones. Un proyecto editorial para reeditarlo duerme el sueño de los justos en cualquier oficina burocrática, mientras se priva a la humanidad del privilegio de la estética y la emoción. Ese hombre que hace grande el conocimiento de nuestras verdades no tiene su nombre inscrito en una calle
(y tampoco le hubiera importado tenerlo), pero tuvo la grandeza de iluminar con sus sueños,
sus emociones, su fantasía. Hizo que el mundo, aún gris e irresuelto, fuera mejor, aunque sea un poquito en las mentes y los corazones de tantas y tantos.
Porque aquél hombre, ese mismo, fue quien un día de 1974, en una conferencia de la cual muchos aún tenemos el recuerdo, dejó para la posteridad una declaración de principios sin atenuantes
ni intermediarios, sobre la creación y la hermandad cósmica: “Se escribe un poema, finalmente,
se escribe un poema para que en algún lugar del mundo, mañana o dentro de veinte años
la pareja que está por suicidarse alcance a leerlo, y desista, desista por lo menos unos días,
y comprenda que la vida es siempre hermosa a pesar de la vida… y a pesar del poema.”
Una vida digna de un pedestal y un recuerdo imborrable.
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