martes, 22 de julio de 2014

César Calvo: un pedestal para Nadie, para Ángel - Hildebrando Pérez Grande

Era la hora del antifaz y el peligro…
César Calvo


César Calvo y Alfonso Barrantes

En mayo de 1967, la Casa de las Américas publicó, en su Colección Premio, con una impresionante carátula diseñada por Umberto Peña, El Cetro de los Jóvenes, que había recibido Mención Honorífica meses antes en su prestigioso concurso. En este volumen dedicado a Javier Heraud, Luis de la Puente Uceda y Edgardo Tello, protagonistas de las luchas sociales en el Perú, en los inicios de la década del 60’, se encuentran los poemas “Viejo tiempo nacido bajo el cielo” (pags.15-16), “A la orilla del Drawa, alguna vez” (pags. 23-24) y “Palabras para un ciego” (Pag. 27). Estos textos los volvimos a leer en la edición de Pedestal para nadie (Lima, INC, 1975), volumen que reúne toda su producción lírica y en la reciente edición de este libro con el mismo título (Lima, Mesa Redonda Editores, 2010), que trae, además, un dossier gráfico y el manuscrito de un poema inédito. Con Pedestal para nadie, César Calvo (Lima, 1940 – 2000), obtuvo el Premio Nacional de Poesía en 1970. En estas dos ediciones, los poemas mencionados más otros cinco adquieren independencia y se incluyen como un cuaderno singular: El último poema de Volcek Kalsaretz (1965).

Desde sus primeros poemas César Calvo deslumbró por su lenguaje enjoyado, por la riqueza cromática de sus imágenes, por el velo de melancolía y apagada tristeza que expresan sus versos por el bien perdido, esto es: la infancia, el amor redentor, la armonía social así como por la tensión lírica que a ratos encrespa su escritura ante la soledad, el desamparo, la injusticia, el desamor, la muerte. Quien visite la poesía del autor de Ausencias y retardos, por otro lado, sabrá saborear un lirismo próximo al lenguaje onírico, a las ardientes playas del surrealismo subyugante. Y no debemos dejar de anotar su gran manejo del ritmo, y la musicalidad sensual con que el poeta seduce a sus lectores. Poesía, pues, de una imaginación calcinante, de una orgía verbal sin fronteras, de urgencias y demandas por un orden social más justo.

Cierta tarde, cerrando la década convulsionada de los 80’ en todo el Perú, horas antes de que César Calvo ofreciera una lectura de sus poemas en el Taller de Poesía de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, compartió con Alejandro Tamashiro y con quien suscribe esta nota, un secreto celosamente guardado por muchos años. El poeta nos hizo leer los tres poemas mencionados en el párrafo inicial y nos preguntó con cierto brillo travieso en sus ojos: “notan ustedes algo fuera de los común?” Después de leer y disfrutar las bondades líricas de su escritura, los dos dijimos que eran notables, conmovedores, incluso yo arriesgué lo siguiente: “A la orilla del Drawa …” es envidiable por su textura y riqueza verbal”.

Después de insistir si veíamos algo más “interesante” en dichos poemas, ya cansado por nuestros silencios, el poeta pidió un resaltador y con un entusiasmado que no pasó desapercibido marcó la primera letra de cada verso, entonces se podía leer claramente, empezando de arriba hacia abajo, consignas políticas de los años 60’. Sin contener su risa victoriosa exclamó:”Qué pasó, Tamita, no te diste cuenta, mira hasta dónde fuimos de clandestinos. Francisco estaría orgulloso de nosotros (se refería a Juan Pablo Chang Navarro, el “Chino” que acompañara al Che en Bolivia, pues con ese nombre lo conocíamos en el Perú). Y tú, refiriéndose a mí, poniéndose serio, dijo:” ¿Y a esto cómo se le llama en la universidad?”. Antes de que le respondiese ya me estaba abrazando para levantarme varias veces en el aire, como era su costumbre cada vez que andaba dichoso. En fin.

En la versión grabada de la conferencia que ofreciera César Calvo, en el ciclo “El escritor ante el público” el 9 de julio de 1974, en el Instituto Italiano de Cultura de Lima, que años después se publicara, el poeta confiesa que vivió: “cambiándome de nombres en hoteles de engañosa memoria, hasta que un día desperté sin distinguir en realidad mi rostro, perdido entre máscaras como un naipe en un mazo de barajas ajenas y gastadas”. Hasta donde sabemos, es a instancias de Chang que Calvo, a fines del 63, acepta incorporarse al ELN peruano. Y como tal tuvo que asumir varias identidades, manejar documentos de identificación con otros nombres. Otras máscaras, otro antifaz, como él mismo lo señalara en diversas oportunidades. El que más recuerdo es el de Ángel.

En la poesía latinoamericana es un tema recurrente la búsqueda de la identidad, la otredad, la alteralidad, la ‘persona’ que en el texto habla y el uso de la ‘máscara’ y los seudónimos, y los heterónimos es frecuente en nuestras voces más altas. Podríamos citar varios ejemplos, algunos de ellos increíbles, desde José Martí hasta Roque Dalton, pasando por César Moro y Juan Gelman. Ya lo decía Nietzche de manera rotunda: “todo espíritu profundo necesita una máscara” (acaso como Ino Moxo, el héroe de la espléndida novela de Calvo), para crear laberintos borgianos que nos llevan por rúas en donde el misterio, los espejos, las sombras atraen nuestra atención. Estas búsquedas para sortear las fronteras de la realidad y jugar con la ficción, descansan en un gran dominio del lenguaje poético. Al virtuosismo verbal que hacen gala estos poetas le agregan, unas veces el humor, la ironía y un gran sentido lúdico. Calvo es uno de esos maestros de la lengua y de la retórica en nuestro idioma, y como tal escribe en diversos planos: su discurso resplandece a flor de piel las más de las veces, y otras, más disimuladas, más secretas, esperan ver la luz un día.

Es el caso de estos tres poemas en los cuales César Calvo, prestándole su voz a Volcek Kalsaretz, sobreviviente del campo de concentración de Auschwitz, nos deslumbra y conmueve con la magia de su poesía: las formas discursivas modernas que el poeta maneja diestramente no duda en utilizar los acrósticos tradicionales para enviar otro mensaje, esta vez solidario, subyacente, digamos clandestino, enmascarado, a sus compañeros que no lejos de él combaten en otras trincheras. A contracorriente de los gestos de bohemia y de cierta frivolidad y desgano por la condición humana que hacía gala, Calvo, el otro, el mismo, por lo que recordamos, siempre asumió con mucha responsabilidad las tareas que le asignaba su organización política.

Pedestal para Nadie, para Ángel, para César. En el poema “Prosa de la calavera”, José Emilio Pacheco, escribe: “Como Ulises me llamo Nadie…Serena máscara, secreto rostro que te niegas a ver –aunque lo sabes íntimo y tuyo y siempre va contigo-, yo soy tu cara auténtica, la que más se aproxima a tus semejantes”. En este bello acierto del reciente premio Cervantes, reparamos en la obra fundacional del canon de occidente: los textos homéricos, y entre los héroes de Homero el más seductor: Ulises. Y con Ulises aparece Nadie, la máscara, el antifaz, la otra identidad, el rostro secreto. Desde entonces y acaso mucho antes, a la fecha, cuando menos se le espera reaparece en la literatura el invicto Nadie. Y entonces vuelven a surgir las máscaras, el antifaz, todos ellos fecundo en ardides (como Ángel, como César). Y la voz de la máscara no es una burda falsificación, es la otra voz, la distinta, la entrañable, la voz oscura y luminosa de la pluralidad de mundos que nos habitan.

Aquí están los poemas que alguna vez escribiera César, Nadie, Ángel:


VIEJO TIEMPO NACIDO BAJO EL CIELO
Viejo tiempo nacido en nuestras tumbas bajo del cielo
inerme, cuando la primavera tras de las alambradas era
un sol
verde comido por las ratas, y ni luz ni consuelo
a nuestro corazón encadenado, tú, viejo tiempo testigo,
no nos abandonaste, no nos abandonaste.
Largos fueron los días que atestados llevaban
a la muerte, como trenes , o largos como filas
de piojos,
sangre del árbol negro, la negra noche de Auschwitz
girando como trompo en la mano de Amán;
una llave caía, una estrella podrida, en la memoria;
eran entonces voces, pozos insomnes éramos
reunidos,
resecos, tapiados como el ojo de la felicidad,
inocentes y muertos y olvidados:
León Braiman, obrero, fusilado,
Luisa Piekaretz, niña, incinerada,
Alberto Goodman, médico, asfixiado,
Sergio Dannon, estudiante, estrangulado.
Volcek Kalsaretz, nadie, todavía.
Inolvidables muertos olvidados: más me hubiera valido
caer entre vosotros bajo aquel sol inerme comido
por las ratas.
Todavía los gritos me golpean la frente, como hojas
otoñales veo caer vuestros rostros acuñados por
el miedo,
roto ya para siempre como un dique el recuerdo,
inundado mi corazón de ciega luz, rebalsado como
un espejo
oscuro, me afeito en las mañanas, mi rostro no es
mi rostro, ya no
soy más, debajo de mi frente yazgo muerto mil
veces, me levanto,
ando al borde del ancho Amazonas por la tarde,
penosamente, como
si arrastrara mi cadáver, tu cadáver, oh tiempo
innumerable, eternamente.
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A LA ORILLA DEL DRAWA , ALGUNA VEZ
Era entonces la vida como una
jarcia al viento, en los altos establos o en la noche
el día de tus aguas
rodeaba mi corazón, y sobre ágiles campos de
cebada, tú,
cómplice de mi infancia, Drawa de labios húmedos,
inventabas los juegos y los cantos.
Todo nacía de tu mano azul, todo volaba,
oh río de ojos claros, como un claro milagro.
Detenerte no pude en esos años, cuando
el amable invierno te extendía como una blanca
súplica,
limosnero de mis pies y las estrellas,
infatigable y luminoso y cálido, duende
bueno girando en mi alegría bajo los altos pinos
enjoyados como esqueletos de astros; o en el
granero, tú y yo
recostados, prohibidos en el heno, hasta que las
agujas de los gallos
asediaban mis ojos y el sol se incorporaba
como un convalesciente entre los brazos, brazos de
invierno amable, pecho cálido, prestidigitador
omnipotente: entre tus verdes brazos que
no pudieron tampoco retener esos años, retenerme.
Negra y sedienta hoguera de la memoria en torno
a la cual danzan niños de ojos quemados,
crece hoy en tu lugar sobre las ruinas del
invierno. ¡Cómplice de mis cantos, Drawa de labios
húmedos,
oh río de ojos claros como un claro milagro,
ninguna huella dejan mis pies al recordarte:
al igual que tus aguas, el blanco tiempo del amor,
la infancia, se evaporó en los ojos de aquel negro
verano!
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PALABRAS PARA UN CIEGO
Pasa por este mundo como si caminaras en el
alambre de un circo lloroso, con el sol en la mano
ten cuidado, no se vaya a caer tu corazón,
recuerda que estás solo al borde de un abismo
insomne, y que al fondo de todo, nadie te
aguarda sino tú mismo, un pozo
oscuro, un ojo que agotó ya sus mares en mirarte.
Mírate
Usurpa el sitio de tu sombra,
entrégate,
retente en tu memoria,
ten cuidado,
estás solo.
Vuelve la frente: alguien te llama, sentado
en el principio de las cosas, te dice “anreteadiv” ,
no le creas, es uno que perdiste para siempre
cuando tus pies sostenían la tierra, avanza
entonces, llévate de la mano a las estrellas,
recíbete como un abrazo que olvidó su cuerpo
en el vacío, cierra los ojos y
mira: el sol pende como un fruto negro, córtalo,
ordena tu morir, ponte la boca,
sube a tu corazón, bebe los ríos claros de tu
sangre!

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